La Democracia en Latinoamérica
Nuestros pueblos han luchado denodadamente, y lo continúan haciendo, por la
consolidación democrática en el continente, la que a todos los niveles debe
asegurar un mínimo de vigencia de cuatro bases fundamentales:
Desde 1985 los procesos
democratizadores se fueron consolidando y generalizando en toda la región y
fueron acumulando un conjunto de beneficios en términos de ampliación de la
ciudadanía y de reconocimiento de sus derechos, respeto de las libertades
individuales y colectivas.
En los últimos años han
surgido en varios países, opciones políticas que se han presentado como
alternativas a estas políticas neoliberales, causadas por una manifiesta
voluntad y necesidad de cambio de nuestras sociedades.
Las severas dificultades
económicas, el alto grado de injusticia y desigualdad social que afectan a las
mayorías, la pérdida creciente de credibilidad de los partidos políticos, las
serias deficiencias en términos de gobernabilidad, las difíciles relaciones
entre civiles y militares.
Los niveles alcanzados en
términos de pobreza, miseria y de exclusión social no sólo son absolutamente
inaceptables, sino que son incompatibles con los procesos de democratización.
Juan Pablo II dijo en México que “la miseria es incompatible con la libertad”,
y en Santiago de Chile proclamó que “los pobres ya no pueden esperar más”,
configurando muy bien la situación latinoamericana. Más aún, en su Encíclica
Centesimus Annus afirmó: “Si por capitalismo se entiende un sistema en el cual
la libertad en el ámbito económico no está encuadrada en un sólido contexto
jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere
como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso,
entonces la respuesta es absolutamente negativa”. Los hechos demuestran con
claridad que no es lo primero, sino lo segundo.
Se recrudecen las agresiones
culturales, con una masiva invasión de las industrias culturales de las más
diversas procedencias y provocan una pérdida creciente de identidad personal,
popular y nacional, una erosión diaria de la autoestima como personas, como
pueblos, como naciones. No es concebible una democracia y una integración
regional con pueblos y naciones fracasadas por la pérdida de su propia estima y
de su propia personalidad y consecuentemente de su propia soberanía en el
sentido profundo de la misma.
Son múltiples los factores
que contribuyen a ello, pero en primer lugar hay que tener en cuenta que tal
desencanto se apoya en factores objetivos: la gente se ha sentido traicionada
por la dirigencia política y ha visto cómo muchos dirigentes
obraron en contra de sus intereses y de las propias promesas proclamadas en las
campañas electorales.
Pero quizás más grave
todavía es que el propio ejercicio de la acción política -así sea en términos
sumamente acotados- no ha dado respuesta efectiva a los problemas de falta de
trabajo, de inseguridad y degradación de sus condiciones generales de vida, sin
generar alternativas satisfactorias.
A esto se unen otros
elementos destinados a producir la atomización de los espacios de organización y
para inducir al individualismo. Los espacios comunes han dejado de ser
aglutinadores, y no pocas organizaciones de la sociedad se encierran
rígidamente en el egoísmo corporativo, desligadas completamente de los pobres,
y excluidos que forman parte de la sociedad y que ya no tienen derecho ni a
consumir ni tienen voz para hacerse escuchar.
En el fondo, apreciamos,
detrás del desprestigio de la política y los políticos, una generalizada crisis
de identidad, la ausencia de una sólida formación política y un fracaso de las
tradiciones políticas.
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